Parker Adderson, filósofo.

N. presenta “Parker Adderson, filósofo” uno de los cuentos más reconocidos de Ambrose Bierce.
Éste es el último texto en la serie de textos de Ambrose Bierce que N. ha presentado. N. espera que lo disfruten.

Parker Adderson, filósofo
                                        Ambrose Bierce
– Prisionero, ¿cuál es tu nombre?
– Como he de perderlo mañana al amanecer, no me parece que merezca la pena ocultarlo más. Parker Adderson.
– ¿Y su escalafón?
– Uno bastante humilde; los oficiales son demasiado valiosos como para arriesgarlos en el peligroso ejercicio del espionaje. Soy sargento.
– ¿De qué regimiento?
– Me tiene que perdonar, pero mi respuesta, por lo poco que sé, podría indicarle el tipo de fuerzas que tiene frente a sí. Ése era el tipo de información que vine a conseguir sobre su ejército, no a darles.
– Ya veo que es usted un tipo ingenioso.
– Si tiene la paciencia de esperar hasta mañana, puede que entonces me encuentre aburrido.
– ¿Y cómo sabe que va a morir mañana al amanecer?
– Entre los espías capturados por la noche, tal es la costumbre. Se trata de uno de los pocos detalles agradables de la profesión.

american civil warEl general dejó de lado por un momento la dignidad que se supone a un oficial confederado de alto rango y mucha fama, y sonrió. Pero nadie que estuviera en sus manos y que no le cayera en gracia habría presagiado nada bueno de este signo externo y visible de afabilidad. No era ni condescendiente ni sarcástico; de hecho, estaba vacío de significado para las personas que estaban expuestas al mismo: el espía arrestado que lo había provocado y el centinela armado que le había traído hasta la tienda y ahora estaba a cierta distancia, mirando a su prisionero a la luz amarillenta de la vela. El sonreír no formaba parte de las obligaciones de un militar; se le habían asignado otros objetivos. La conversación continuó, siguiendo ahora la dinámica de un juicio por un grave delito.

– Admite, por lo tanto, que es usted un espía; que vino usted hasta mi campamento, disfrazado, como lo está ahora mismo, con un uniforme de soldado confederado, para recabar secretamente información acerca de los números y el estado de mis tropas.
– Acerca, en especial, de sus números. Yo ya sabía cuál era su disposición. Están ociosas.
Union Soldier El general esbozó de nuevo una sonrisa; el centinela, con un sentido más severo de la responsabilidad, acentuó la austeridad de su expresión facial y se puso un poco más firme de lo que estaba. Haciendo girar su gorra gris una y otra vez sobre su dedo índice, el espía echó una ojeada despreocupada a lo que le rodeaba. La verdad es que todo era bastante clásico. La tienda era una vulgar tienda de campaña, cuyas dimensiones rondaban los dos metros y medio por tres, iluminada por una única velo de sebo incrustada en el mango de una bayoneta, que a su vez estaba clavada en una mesa de pino ante la cual estaba sentado el general, que ahora escribía con concentración y al parecer olvidando la presencia del maldispuesto invitado. Una vieja alfombra de trapo cubría el piso de tierra; un baúl aún más viejo forrado en cuero, una segunda silla y un rollo de mantas era más o menos todo lo que había en la tienda. Bajo el mando del general Claverling, la simplicidad y economía de “pompa y circunstancia” habían alcanzado su máximo grado. Colgado de un clavo grande que estaba metido en el poste de la tienda, justo a la entrada de la misma, había un correaje que sostenían un largo sable, un revólver en su pistolera y, de forma un tanto absurda, un cuchillo de monte. Acerca de esta arma tan poco militar, el general tenía por costumbre explicar que se trataba de un recuerdo de los días de paz cuando él era un civil.
Era una noche de tormenta. La lluvia caía torrencialmente sobre la lona, con un ruido monótono y parecido al de un tambor que los que viven en tiendas tan bien conocen. A medida que las espasmódicas ráfagas de lluvia rompían sobre ella, su frágil estructura se movía y se tambaleaba, y las clavijas y cuerdas que la sujetaban se tensaban del todo.
El general acabó de escribir, dobló la mitad del folio y se dirigió al soldado que custodiaba a Adderson.
– Aquí tienes, Tassman, lleva esto al general adjunto y, luego, vuelve.
– ¿Y el prisionero, mi general? – dijo el soldado, saludando, mientras lanzaba una mirada inquisitiva en la dirección del infortunado personaje.
– Haga lo que le digo – contestó el oficial, tajantemente.
El soldado cogió el papel y se agachó para salir de la tienda. El general Claverling volvió su atractivo rostro hacia el espía de la Unión, le miró los ojos, no sin algo de bondad, y le dijo:
– Es una noche de perros, amigo mío.
– Para mí, sí.
– ¿Puede usted adivinar lo que he escrito?
– Me atrevería a decir que algo que vale la pena leer. Y, aunque quizás peque de vanidoso, también supongo que habrá una mención especial a mi persona.
– Sí; se trata de un memorándum sobre su ejecución para una orden que se leerá a las tropas al toque de diana. También hay algunas notas para indicar al mariscal de campo el tipo de detalles que debe preparar para el evento.
– Espero, mi general, que el espectáculo quede perfectamente preparado, pues yo asistiré al mismo.
– ¿Tiene usted alguna sugerencia personal en especial para los preparativos?
– Me temo que mi descanso no iba a ser más largo o corto por privarle a él del suyo.
– ¡Ay, Dios mío! ¿Tiene usted intención de tomar el camino hacia el patíbulo con nada más que bromas en sus labios? ¿Se da cuenta de que éste es un asunto muy serio?
– ¿Y cómo podría saber eso yo? No he estado muerto en toda mi vida. Tengo oído que la muerte es un asunto serio, pero nunca me lo ha dicho nadie que la haya experimentado en su propia carne.
El general se quedó en silencio unos momentos; este hombre le producía interés, o quizás le divertía –se trataba de una clase de hombre con la que antes nunca se había topado.
– La muerte –le dijo– es por lo menos una pérdida, una pérdida de la felicidad que la vida tiene bien a darnos, y de la oportunidad de tener una aún mayor.
– Una pérdida de la cual nunca seremos conscientes puede sobrellevarse con compostura y, por lo tanto, esperarse sin un miedo especial. Debe de haber observado, mi general, que de entre todos los muertos con los que su vocación militar ha cubierto el camino de su vida, ninguno ha mostrado signos de arrepentimiento.
– Sí, el estar muerto no parece ser una condición de la que uno se arrepienta, sin embargo, el llegar a estarlo: el acto de morir, sí que puede resultar desagradable para alguien que no ha perdido aún la capacidad de sentir.
– El dolor es desagradable, sin duda. Yo nunca lo sufro sin un mayor o menor grado de incomodidad. Mas aquel que vive más tiempo ha de verse más expuesto a él. Lo que usted llama morir es simplemente el último dolor, en realidad el acto de morir no existe. Suponga, a modo de ilustración, que intento escaparme. Usted levanta el revólver que cortésmente tiene escondido en su regazo y…
El general se sonrojó como una muchachita, luego sonrió suavemente, enseñando sus dientes brillantes, inclinó su bella cabeza levemente y no dijo nada. El espía continuó.
– Me dispara, y me encuentro con algo en mi estómago que yo tragué. Caigo, pero no estoy muerto. Después de media hora de agonía, me muero. Pero en cualquier instante de esa media hora transcurrida yo estaba vivo o muerto. No existe un periodo de transición. Cuando me cuelguen mañana al amanecer, la cosa será parecida; mientras permanezca consciente, estaré vivo; y cuando me muera, estaré inconsciente. La naturaleza para haber determinado el asunto en mi propio interés, del modo en que yo mismo lo habría planeado. Es tan simple –añadió con una sonrisa– que casi parece que el que le cuelguen a uno no vale la pena.
Al final de sus observaciones se hizo un largo silencio. El general estaba sentado impasible, mirándole al hombre a la cara, pero al parecer no demasiado atento a lo que había dicho. Se diría que sus ojos habían montado guardia sobre el prisionero mientras su mente andaba pensando en otros asuntos. Por fin, aspiró larga y profundamente, se estremeció, como alguien que acaba de despertarse de una terrible pesadilla, y afirmó de forma casi inaudible:
– ¡La muerte es horrible! –Ese hombre que había hecho de matar al enemigo su oficio.
– Era horrible para nuestros incivilizados antepasados –dijo el espía, con gravedad– porque no tenían suficiente inteligencia como para disociar la idea de conciencia de la idea de las formas físicas en que se manifiesta, como incluso un orden inferior de inteligencia, el mono, por ejemplo, puede ser incapaz de imaginar una casa sin sus habitantes, y al ver una cabaña en ruinas se imagina que debe de haber un ocupante desesperado en la misma. Para nosotros sólo es horrible porque hemos heredado la tendencia a pensar en ella en esos términos, basando tal noción en incultas y caprichosas teorías de otro mundo –como los nombres de determinados lugares dan lugar a leyendas que los explican o conductas irracionales a filosofías que intentan justificarlas. Puede colgarme, mi general, pero ahí termina su poder de hacer el mal; no puede condenarme al cielo.
confederate soldier      El general parecía no haberle oído; las palabras del espía simplemente habían hecho cambiar el curso de sus pensamientos a un camino sin explorar, pero, una vez allí, siguieron de forma independiente hasta llegar a sus propias conclusiones. La tormenta había cesado, y algo del aire solemne de la noche había impregnado sus reflexiones, dándoles el toque sombrío de un miedo sobrenatural. Quizás había un elemento de presagio en los mismos.– No me gustaría morir –dijo– no esta noche.
Pero se vio interrumpido –si, de hecho, tenía intención de seguir hablando– por la entrada de un oficial bajo su mando, el capitán Hasterlick, el mariscal de campo. Este hecho le hizo volver en sí y la mirada ausente desapareció de su rostro.
– Capitán –dijo, asintiendo ante el saludo a su oficial–, este hombre es un espía yanqui que ha sido capturado en nuestras líneas en posesión de papeles que le incriminan. Además, ha confesado. ¿Cómo está el tiempo?
– Ha pasado la tormenta, señor, y la luna brilla en el cielo. Muy bien; coja un pelotón de hombres, llévele ahora mismo a la explanada donde formamos, y fusílele.
Un agudo grito se escapó de los labios del espía. Se lanzó hacia delante, estirando el cuello y con los ojos fuera de sus órbitas, y cerró los puños.
– ¡Dios mío! –exclamó con un nudo en la garganta, casi sin articular–. ¡No lo dirá en serio! Está usted pasando algo por alto: no debo morir hasta el amanecer.
– No he dicho nada del amanecer –replicó el general con frialdad–, esa fue una suposición suya. Va a morir ahora mismo.
– Pero, mi general, le ruego… le imploro que recuerde; ¡debo morir colgado! Llevará algún tiempo el poner en pie la horca; dos horas o una hora, al menos. Los espías son ahorcados; tengo mis derechos bajo la ley militar. Por amor de Dios, mi general, piense en lo corto…
– Capitán, lleve a cabo mis órdenes.
El oficial sacó la espada y fijando la mirada en el prisionero, apuntó en silencio hacia la abertura de la tienda. El prisionero dudó; el oficial le agarró por el cuello de la camisa y le empujó suavemente hacia adelante. Cuando ya estaba cerca del poste central de la tienda, el hombre, que estaba ya frenético, dio un salto hacia él y, con la agilidad de un felino, cogió la empuñadura del cuchillo de monte, sacó el arma de su funda y, empujando al capitán hacia un costado, se lanzó sobre el general con la furia de un loco, tirándolo al suelo y cayendo sobre él cuan largo era. El impacto dejó la mesa patas arriba, la vela apagada y a ambos contendientes luchando a ciegas en la oscuridad. El mariscal saltó para intentar ayudar a su oficial superior y se le veía postrado sobre las dos formas inmersas en la pelea. Maldiciones y gritos inarticulados de rabia y de dolor salían de la conmoción de cuerpos y miembros, la tienda se desplomó sobre ellos y entre la maraña de pliegues que les impedían moverse con facilidad, la lucha continuó. El soldado Tassman, que ahora regresaba de cumplir la orden y vagamente conjeturaba sobre la situación real, dejó caer su fusil al suelo y, cogiendo la lona en movimiento por un lugar al azar, trató en vano de quitarla de encima de los tres hombres; y el centinela, que había estado caminando arriba y abajo delante de la tienda, no atreviéndose a poner fin a su vuelo por los cielos, disparó su fusil. La detonación asustó a todo el campamento; los tambores redoblaron la llamada general y la trompeta tocó asamblea, sacando enjambres de hombres a medio vestir a la luz de la luna, poniéndose ropa mientras corrían, y colocándose en formación en respuesta a las bruscas órdenes de sus oficiales. Esto estaba bien, pues al quedar en formación los hombres estaban bajo control; descansaron sus armas, mientras el estado mayor del general y los hombres de su escolta pusieron orden en el desconcierto levantando la tienda caída y separando a los contendientes en aquella extraña batalla que se encontraban sangrando y sin aliento.
Lincoln_Douglas_Debates_1958_issue-4c Sin aliento, efectivamente, estaba uno de ellos: el capitán yacía muerto. El mango del cuchillo de monte, que asomaba por su garganta, había sido empujado por debajo de la barbilla hasta que el final de mismo había quedado atrapado en el ángulo de la mandíbula inferior y la mano que le había dado la puñalada no había podido sacar el arma de la herida. En la mano del hombre muerto todavía estaba su espada, agarrada con una fuerza tan que desafiaba la de los vivos. Su hoja estaba teñida de sangra hasta la misma empuñadura.
Tras ser asistido para ponerse en pie, el general se desplomó de nuevo al suelo con un gemido y se desmayó. Además de varios moratones, tenía dos heridas de espada –una en el muslo y otra en el hombro.
El espía era el que mejor parado había salido. Aparte de tener el brazo derecho roto, sus heridas eran similares a las que se pueden recibir en un combate ordinario en el que solamente aparecen las armas que la naturaleza nos ofrece. Pero estaba ofuscado y no parecía darse cuenta de lo que realmente había ocurrido. Se separó asustado de los que le intentaban ayudar, se acurrucó sobre la tierra y expresó una serie de protestas ininteligibles. Su rostro, hinchado por los golpes y cubierto por salpicaduras de sangre, se mostraba sin embargo pálido bajo el pelo desgreñado, tan pálido como el de un cadáver.
– Este hombre no está loco –dijo el cirujano, como respuesta a una pregunta mientras preparaba vendas–; sólo tiene mucho miedo. ¿Quién y qué es?
El soldado Tassman comenzó a dar explicaciones. Era la oportunidad de su vida y no se le pasó nada que pudiera en alguna medida enfatizar la importancia de su intervención en los sucesos de aquella noche. Una vez hubo finalizado con su relato, y ya estaba preparándose para empezarlo de nuevo, nadie le prestó la menor atención.
Para entonces, el general ya había recobrado la consciencia. Se incorporó sobre uno de los codos, miró a su alrededor y, viendo al espía agachado al lado de uno de los fuegos del campamento, vigilado por centinelas, solamente dijo:
– Lleven a ese hombre a la explanada de formación y fusílenle.
– Al general se le está empezando a ir la cabeza –dijo un oficial que andaba por allí cerca.
– Al general no se le va la cabeza –dijo el general adjunto–. Recibí un memorándum suyo sobre este asunto; le había dado a Hasterlick esa misma orden –mientras que con un movimiento de cabeza indicó al mariscal de campo muerto –y, ¡por Dios que será ejecutada!
Diez minutos más tarde, el sargento Parker Adderson, del ejército federal, filósofo y hombre ingenioso, arrodillado bajo la luz de la luna y rogando incoherentemente por su vida, fue fusilado sumariamente por veinte hombres. Al retumbar la descarga en el atento aire de la media noche, el general Claverling, que yacía pálido e inmóvil a la viva luz roja de una hoguera, abrió sus grandes ojos azules, miró con agrado a todos aquellos que le rodeaban y dijo:
– ¡Qué tranquilo está todo!678px-EwellsDeadSpotsylvania1864crop01
       El cirujano dirigió una mirada triste y llena de significado al general adjunto. Los ojos del paciente se cerraron lentamente, y así permanecieron durante unos breves momentos; después, su rostro se vio iluminado por una sonrisa de dulzura inefable y comentó de forma apagada:
– Supongo que esto debe ser la muerte.
Y pasó a mejor vida de esta manera.

Texto completo en idioma original.
Existe un cortometraje del cuento, filmado en 1974 y dirigido por Arthur Barron.  (Trailer)
La transcripción es de la traducción anónima que se encuentra en la muy recomendable antología: Suicidas, de la editorial Opera Prima.

2 comentarios:

Darío dijo...

Me encantó; el retrato del hombre de palabras e ideas, que ve incluso su futuro semi-próximo como un concepto que puede controlar y describir, pero cuando se ve enfrente de su destino entra en pánico, y el retrato del hombre práctico, descarnado, que tiene cierto poder sobre el momento y forma exactos en que otros deben morir, pero no sobre los suyos propios. Ambos mueren de forma muy distinta a la que esperaban, la justicia como siempre es inexistente. Padrísimo.

Rai dijo...

Como siempre, tienes un gusto exquisito para elegir tus lecturas